Nunca fui
supersticiosa, por eso no me importó alquilar el piso cuando me lo ofrecieron a
buen precio. Era cómodo, espacioso y los rayos de sol se colaban afilados por
las persianas. Solo me apenaba que los vecinos no simpatizaran con ese
número y pasaran por mi puerta como si no existiera. Con el tiempo, el
apartamento dejó de parecerme tan amplio como al principio. Tenía la impresión
de que las viviendas contiguas iban ganando terreno. Lo primero en desaparecer
fue el lavadero y la habitación de los trastos. Cuando ya me había acostumbrado
a prescindir de ellos se esfumó el balcón. Solo permanecía la ventana al patio
de luces donde tender malamente la ropa. Poco a poco tuve que adaptarme a vivir
en una habitación, a que el sol no me despertase por las mañanas, a sentir esas
cuatro paredes compactas aproximándose…
Fue en el momento en que todos los tabiques se convertían en uno cuando
comprendí que el piso trece jamás había sido construido.
Ellos no lo
saben todavía, pero ahora soy yo la que empuja con fuerza. Pronto se enterarán
en el edificio lo que es la mala suerte.
Este microrrelato participa en: