Se acerca a la estantería de
la letra B. Sospecho, con acierto, que también le interesan los libros de
Borges. Alargo el brazo para alcanzar “El Aleph”, pero él lo sustrae primero.
Me enzarzo entonces en una pelea absurda en la que yo solo atino a dar
manotazos en el aire. Me siento ridículo. Sin embargo, aunque hoy la gente
abarrota las mesas y los pasillos, nadie me ve. Salvo él, que tras mostrar la
tarjeta a la bibliotecaria y enfundarse el abrigo, me sonríe con sorna antes de
salir a la calle con el libro bajo el brazo.