Mario se hace
chiquitito, ínfimo, invisible. Sin embargo, nada cubre sus vergüenzas. Ni
siquiera las sábanas ya limpias y tendidas al sol tras las cuales se esconde.
Pepín ha salido corriendo a contárselo a los demás niños y ahora la nana Josefa
lo busca por el patio al grito de: “¡Son cosas que pasan!” con ese tono
condescendiente y chillón que tanto lo exaspera.
Le gustaría
poder decir la verdad, pero las normas de la Institución son muy claras: “No se
aceptan perros”. El día en que descubrieron al cachorrillo que Adela ocultaba
debajo de la cama lo lleva como otras de las muchas cicatrices que le surcan el
alma. Por eso le ha enseñado a Duque a acurrucarse entre sus pies bajo la
colcha cuando vienen por la noche a apagar la luz; a no ladrar nunca; a
traspasar sigilosamente durante el día cada puerta abierta hasta llegar al
jardín y quedarse allí a esperar las sobras de comida que le llevará cuando
pueda; a restregarse sobre las flores antes de volver al dormitorio para que,
al abrazarlo en sueños, pueda sentir ese olor a madreselvas que le recuerda a
su madre.