Relatos


Futuro de ensueño


Mis padres me esperaban tarde en casa, como era habitual. Sin embargo, no volví a dormir esa noche. Me quedé dando vueltas por las callejuelas que bordeaban la plaza. De vez en cuando me sentaba en un banco a cabecear un poco, pero se me quedaba húmedo el trasero y se me enfriaba la cabeza, tanto que me hacía pensar en volver. Así que me levantaba a los pocos minutos y seguía andando en círculos, con la absurda intención de huir pero llegando siempre al mismo punto: la fuente de la plaza con su sirena vestida de graffitis. Amanecí cubierto de rocío lunar; las estrellas no habían hecho otra cosa que guiñarme un futuro de ensueño, como todas las noches. Pero un proyecto ideado en la oscuridad siempre se desvanece con los primeros rayos de sol.

Mis padres ni siquiera me esperaban. Ellos ya no esperaban nada de mí. Aunque yo sí me veía fuera de esa espiral cíclica y enclaustrante en la que parecía que todos se movían; zombis ellos, tan inconscientes de su mediocridad que cualquiera que quisiera salir era considerado un genio o un imbécil. 
Sabía que cuando entrase por la puerta y subiese las escaleras directo a mi cuarto sin decir buenos días, nadie se extrañaría por ello. Me sabían rebelde y desconsiderado; pero ya no lo era. De hecho, hacía tiempo que había dejado de ser, interiormente, un joven compungido, encasillado en su tópico. En cualquier caso, me resultaba más fácil seguir actuando así hasta que supiese qué carajo hacer con mi vida. Siendo molesto e irresponsable no pretendían nada de mí, y me salvaba de trabajar en el negocio familiar: una apestosa pescadería, contigua al mercado municipal.
“Lo primero es encontrar algo que se me de bien de verdad, una virtud que me eleve del promedio; o que, por lo menos, me reporte un beneficio”, me dije mientras habría la puerta de casa y subía las escaleras que me llevaban a mi habitación. Mis padres ya se habían ido. A esa hora de la mañana la pescadería era un hervidero de mujeres en delantal pensando en la comida del día y todo lo que les faltaba por hacer.
Busqué un papel y un bolígrafo dispuesto a escribir todo lo bueno de mí, aquellas cualidades que me daban alguna oportunidad de futuro. Esto lo había leído en un libro que nunca llegué a comprar. Me gustaba entrar por las noches en las librerías y curiosear lo que había, tapeando palabras hasta que ya me sentía “cenado”. El resultado de la lista fue muy poco elocuente: me gusta leer cualquier cosa, mientras que no sea sobre historia; patino bien, soy ágil en gimnasia, soy bastante tímido con los extraños y locuaz cuando entro en confianza… Nada, nada especial. Y eso que no puse mis defectos, habría llenado la hoja. “Tal vez si busco un trabajo en algo que no me desagrade, aunque sea para empezar…–pensé, y me gustó lo idea–. Si quiero desaparecer de aquí necesitaré dinero. Prefiero quejarme mientras hago algo; mi mayor defecto hasta ahora ha sido echarle la culpa a todo el mundo de mi inutilidad”. Fue un momento de lucidez, de esos que le marcan la vida a uno.
Al día siguiente estaba repartiendo folletos en la avenida peatonal para un restaurante chino, una academia de oposiciones, oferta dos por uno de no sé qué zapatería… Al otro día madrugué. Tres horas de repartir periódicos en la bici me dejaron noqueado el resto de la jornada. “¿Cómo aguantan ocho horas seguidas?” me dije, desmoralizado.
Al tercer día toleraba repartir periódicos por la mañana y los folletos por la tarde. Ya casi me sentía domesticado, uno más de tantos. Mis padres, como era de esperar, me ofrecieron trabajar en la pescadería, pero me negué, “es el último lugar dónde trabajaría”, les dije.
Un mes después repartía periódicos, folletos y currículos con mi foto. Cambié mi imagen de rapero de pantalones anchos sujetos en las caderas y calzoncillos al aire, por vaqueros y camiseta de marca; me corté el pelo, dejándome ese flequillo lacio que requería continuamente de una mano para aplacar su caída. Quedaba de lo más sexy y además dejé de fumar, ya que eliminé el problema de qué hacer con mis manos cuando me sentía inseguro. 
A los dos meses hacía de relaciones públicas en una discoteca, “quién lo iba a decir...” y corté definitivamente con mis antiguos amigos (para ser sincero, ellos cortaron conmigo). Empecé a salir con una chica que conocí una de esas noches. Se llamaba Julia, tenía el pelo largo y abundante, con reflejos dorados que suavizaban sus rasgos raciales. Era guapa y lista. La relación fue tornándose seria.
Después de un par de meses de estar juntos, mi novia me propuso que le llevara mi currículo a su padre; él tenía una empresa de repuestos de coches y tal vez habría un puesto para mí.
Al poco tiempo ya trabajaba en el mostrador de una de las tiendas del padre de Julia. Ella era administrativa en la sede mayorista de la empresa familiar. Al parecer lo habíamos conseguido, nos decían. Ya estábamos colocados, teníamos contrato indefinido y unos padres ansiosos por echarnos de casa. Todo iba tan rápido...
Pusimos fecha de bodas. Teníamos diez meses para prepararnos: buscar piso (una hipoteca joven con el aval de nuestros padres) por supuesto en nuestro barrio: Julia estaba muy unida a su madre y no pensaba alejarse demasiado de ella. Los muebles entrarían en el mismo crédito. Y yo, con veintiún años y metido en esos fregados... Su vestido de novia y sus neuras me hicieron dudar un poco, pero pensé que era un trámite más, que lo importante éramos los dos, por fin solos en nuestra casa, independientes, jóvenes y guapos. Todo iba a salir bien...
Y llegó la boda, la luna de miel y la mudanza. Solos los dos y enamorados. Solos y el teléfono y su madre y su hermana. Y mi madre, que decía que me adoraba y que estaba tan orgullosa de mí, que era el ejemplo de la familia por mis logros, esa ansiada estabilidad y los muebles nuevos en un piso nuevo con aire acondicionado… “una maravilla, mi niño”.
Y entre el trabajo y la familia, nuestra soledad como pareja se remitía a  nuestras noches en la cama practicando posturas y ensayando métodos rápidos de fomentar la fertilidad en “esos días”. Julia estaba obsesionada con un hijo. “Sólo llevamos un año de casados” le decía yo, pero ella seguía terca en lo suyo. No se hizo esperar más y llegó la niña. Y pasó el tiempo y llegaron los gemelos.
Y en ocho años más volví a usar pantalones anchos que calzaban en las caderas y se veía el calzoncillo. Pero no, no volví a mis tiempos de rapero, simplemente mi barriga de cerveza era proporcional a mi dejadez. Los amigos del trabajo, los domingos de televisión... Nunca me gustó el fútbol, pero, forzosamente por mi trabajo vendiendo repuestos, me aficioné a las carreras de coches. “El ambiente lo cambia a uno”. Ya me había olvidado de aquellos tiempos en que ansiaba cambiar de ambiente…

Mis cabellos se caían paulatinamente y con ellos, a mi pesar, también mi moral. La nueva dependienta, compañera de trabajo, se rozaba continuamente contra mí, como quién no quiere. Y ella siempre allí, en el mostrador, exhibiendo sus atributos con total naturalidad. Me resistí. Aguanté un mes valientemente. “Que no, que no, te dije que no” le repetía; y un día cerramos temprano la tienda por una manifestación en la calle y salimos juntos, entonces decidimos ir hasta su casa que no estaba lejos: subimos al autobús y media hora sin hablar; yo de pie y ella sentada rozando sus rodillas desnudas sobre mi pantalón de verano. Fue abrir la puerta de su pequeño apartamento de niña independiente y explotar en un torbellino de jadeos, de golpes contra paredes y cajones y sábanas enredadas sobre la alfombra; y el gato inmutable que miraba como si ya conociera todo eso… y lo que viene después. “Ya está, no pasó nada. Mañana a trabajar como siempre y todo normal”, dijo ella en un susurro antes de besarme en el cuello sensualmente. Al rato se levantó. Mientras recogía mis ropas esparcidas aquí y allá, las iba lanzando a la cama para que me vistiera rápido. “Tu mujer y tus niños te están esperando” - dijo con sorna. Fue lo último que escuché antes de cerrar la puerta de su casa endemoniada de lujuria y adulterio. “El gato lo sabía, pero aún así miraba sin juzgar. Los remordimientos serán mi propio juez”, me decía mientras bajaba las escaleras hacia la calle, sin dejar de pensar qué pasaría si lo que acababa de hacer se descubriera.
Pasaron los meses y la dependienta fue despedida por falta de rendimiento en el trabajo.  Según los rumores, la razón de su despido había sido sus insinuaciones al jefe. Yo creo que fue más que eso. Pero sólo el gato podría contarlo…
Julia lo intuía. Y yo notaba que ella posiblemente estaba al tanto de mi infidelidad y entonces me comportaba lo mejor que podía y eso provocaba que Julia corroborara más sus corazonadas.
Fue alguien, algún soplón. Tal vez Alberto o Mari la secretaria, o el jefe o el gato… Alguien se lo confirmó a Julia, porque cuando llegué a casa ese día no me dejó ni tirar las llaves en el estante; me gritó que por qué, si ella seguía guapa y se cuidaba y estaba todas las noches ahí; que si los niños, y la gente que dirá, que su madre y la mía, que mi padre y el suyo…
Su padre. Él era la clave de mis insomnios, de qué pasaría si… Y pasó. Todo lo que pensé mientras bajaba esas escaleras del demonio, pasó. Julia me echó de casa, pidió el divorcio y, como suponía, se quedó con la casa, con los niños y con su trabajo; y yo, por supuesto, sin el mío. Su padre, como era de esperar, me despidió. Y para colmo tenía que pasarle la pensión y no tenía ahorros ni otro sitio dónde vivir. Así que volví momentáneamente a casa de mis padres.
Ellos estaban visiblemente decepcionados conmigo. Como antes, como al principio. Pero me atendieron y me dejaron mi antigua habitación de adolescente. Aquella lista de mis cualidades estaba todavía guardada en el cajón del escritorio. Ya de nada serviría. Había concretado todos los puntos de mi otra lista, aquella que reseñaba todo lo que no quería hacer; todo lo que no aspiraba ser cuando fuese mayor.

Llevo tres años trabajando en la pescadería familiar. Mi padre se jubila dentro de unos meses y mi madre hace ya tiempo que no viene por aquí. Me quedo a cargo del negocio. Por lo menos da para pasarle la pensión a los niños, la hipoteca…
Atrás quedaron mis ilusiones poéticas sobre mi potencial: no caer en la mediocridad y todo eso que llenaba mi cabeza de joven idealista. Fui débil y me fui quedando; aceptando, a veces con alivio y otras con resignación, el enredo de la “estabilidad” que nunca es tal. Nada es eterno, jamás. Por eso todavía tengo la ilusión de abandonar, alguna vez, esta apestosa pescadería.



10 comentarios:

  1. Yo apostaría por el gato...
    Demasiadas biografías encajarían en ésta... Demasiadas vidas así de mal vividas, si es que a esto se le puede llamar vivir.

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  2. Coincido con Armando, la clave de este cuento tan bien logrado, no está en lo extraordinario de la situación que plantea sino, justamente, la cotidianeidad de la misma.
    La sociedad es tu protagonista.
    Aplausos, Sara

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  3. Muy real, Sara.
    Conozco unas cuantas vidas así y bastante cercanas.
    Los sueños que terminan en un malvivir cotidiano, lleno de hastío y rutina, en una sociedad castrante.
    Enhorabuena, Sara.
    Un abrazo.

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  4. Suscribo lo dicho. Si las inquietudes no van acompañadas del valor necesario..., se convierten en un problema.
    Felicidades, Sara.

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  5. Amando: Sí, el gato seguro tiene la culpa de todo :-) Es una pena que esta historia se asemeje a tantas.
    Un abrazo.

    Patricia: Siempre pendulamos entre dominar la vida que nos toca y que sea ella la que nos domine...
    Un beso.

    Juglar: Hay muchas vidas sumidas en esa espiral que da la sensación de ser un laberinto sin salida. Pero siempre hay salida. Debe haberla....
    Un abrazo.

    Fernando: Estás en lo cierto, hace falta valor para llevar a cabo nuestros proyectos o inquietudes, y también requiere valor afrontar la consecuencia de nuestras acciones.
    Un saludo.

    Gracias por tomaros un tiempo para leerme y dejar vuestras opiniones.
    Abrazos.

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  6. Sara, tu relato realista, contado por el protagonista, es muy creíble. Lo cuentas muy bien, con un tono que desde el principio muestra el agotamiento por frustración. Libre de figuras literarias dejas escapar algunas perlas: " Amanecí cubierto de rocío lunar";" tapeando palabras"; y algunas reflexiones: "“El ambiente lo cambia a uno". Para mi es un acierto que ya el primer párrafo alertes al lector de que el relato "no terminará" bien: " Pero un proyecto ideado en la oscuridad siempre se desvanece con los primeros rayos de sol",
    Es una historia muy habitual, cíclica, en la que el personaje al final torna a la situación inicial y cae en lo que no quiso ser. El protagonista lo intentó. Mi reflexión personal es la importancia de saber elegir la pareja, lo difícil que es salir del sistema establecido. En resumen, que me gustan los relatos de esta longitud en el que el lector llega a empatizar con los protagonistas. Buen trabajo.
    Un saludo, y nos leemos.

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  7. Hola Ximens: Gracias por leer tan concienzudamente el texto. Lo escribí hace ya tiempo, cuanto no tenía esta "autolimitación de espacio" que tenemos los microrrelatistas, y me era más fácil dejarme llevar.
    Como dices, el personaje por lo menos lo intentó. Podía haber seguido la senda de sus padres al principio. Creo que en esos intentos es donde reside la razón de nuestra vida.
    Un fuerte abrazo.

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  8. Alicia Mesa Garbin9 de febrero de 2012, 0:07

    Sara: leí atentamente el relato y aunque ya por su mitad- se adivina, "presiente" el desenlace- me pregunté: Al fin, este hijo no buscaba la misma estabilidad, seguridad, posición por la que trabajaron sus padres...aunque en otro nivel menos cotidiano?. Esa gran frustración no es especial, la viven muchos. Pero el relato me gustó, bien escrito, con ritmo, prende. Alicia.

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  9. Alicia. Tienes razón en que la frustración del protagonista no es especial: es extensible a casi todos en algún momento de nuestra vida. Por lo general los hijos quieren llegar a ser mejores que sus padres, aspiran a algo más, se rebelan... y al final, aunque en otro nivel, como dices, caen en lo mismo, en la misma rueda que gira y gira...
    Gracias por leerme y comentar.
    Un saludo.

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  10. ¡Saludos!
    El Ayuntamiento de Redován, en Alicante, está organizando un concurso de microrrelatos.
    La fecha límite para presentar las obras es hasta el 12 de abril de 2016. Espero que te animes.

    Adjunto el enlace del concurso, con las bases, etc... Espero que te animes.

    http://www.redovan.es/iii-certamen-solidario-de-microrelatos-ciudad-de-redovan/

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