Se alejaba
despacio con su macuto al hombro y el sombrero de paja hundido en las sienes
que apenas ocultaba la piel ajada de su cara. Entre siembra y siembra se
había pasado la vida en los campos, con la sola compañía de parcos labriegos y
algún que otro perro que no cesaba de ladrarle. Y también estaban los pájaros,
claro. Esos desgraciados que nunca se habían atrevido a acercarse y que ahora
lo despedían revoloteando sobre su cabeza con un sonoro jolgorio.