Mi vecino Ernesto mató a mi
gato de manera atroz. Desde ese momento supe que mis sentimientos hacia él eran
correspondidos. La venganza, por mi parte, no se hizo esperar: poco tardó en
desaparecer su caniche. Lo curioso es que en el edificio pensaban que nos
llevábamos bien. Como si vivir pegados tabique con tabique significara darse
besos esquimales todo el día.
Solo Jacinto, el portero,
sospechaba el odio que nos profesábamos; yo creo que por las miradas furibundas
que acompañaban a nuestros saludos. Debíamos aparentar, ya que la cordialidad
entre vecinos era una norma establecida en el estatuto de la Comunidad, y de
obligado cumplimiento.
Lo peor llegó cuando ambos
nos quedamos sin trabajo: todo el día en casa y sin otra ocupación que
fastidiarnos. Que si su cisterna a las cuatro de la mañana, que si mi lavadora
a las cinco. Y mientras los demás vecinos del primero se pedían con amabilidad
una tacita de azúcar o un vaso de arroz para paliar juntos la crisis, Ernesto
se colaba en mi apartamento por el balcón y me vaciaba la nevera. Claro que,
previamente, yo le había hecho lo mismo.
Una mañana, al salir de la
ducha, lo pillé in fraganti en mi
habitación poniendo trampas para ratones dentro de los cajones de la cómoda.
¡Nunca lo creí capaz de semejante ojeriza! Del susto se cayó la toalla que
me cubría. Mis gritos alertaron al portero, que enseguida acudió
a ver qué pasaba. Ernesto y yo nos miramos —él a mí minuciosamente—, y con un
guiño cómplice acordamos seguir simulando cordialidad. Jacinto, viéndose
atrapado en esa incómoda circunstancia, no dudó en salir de allí corriendo.
Así comenzó nuestra cruel
relación.
De todas maneras os lo dejo para que lo disfrutéis.