María coleccionaba caracolas; tenía cientos
de ellas de diversas formas y colores. Un día, mientras
paseaba mirando al suelo por la playa, un señor de pelo ceniciento y piel
curtida de sal le ofreció una caracola enorme —tan grande como una barca— que
María no dudó en trocar por cien conchas pequeñitas, recogidas en las arenas de
su niñez.
A la mañana siguiente se
repitió el encuentro entre ambos coleccionistas. La mujer se hizo con un
exótico ejemplar que atesoraba en su interior un sonido furtivo y misterioso,
capaz de guiar hacia mares lejanos incluso al marinero más inexperto; a cambio
debió entregar las caracolas que había ido juntando durante su juventud en esas
playas, las únicas que conocía, las de su pueblo.
La foto es obra de Carmen M. Marín (Cabopá)
Qué relato más bonico...Me encanta eso de "trocar".
ResponderEliminarTus letras siempre están impregnadas de dulzura.
Me alegro que te haya servido la foto,además de fotografiar, tengo la costumbre o manía de recoger conchas y piedras, si son de forma de corazón mejor...
Besicos, amiga.
Gracias Cabopá por prestarme un cachito de tu mar.
EliminarUn abrazo.
El embrujo de lo desconocido. No es eso exactamente lo que me evoca, pero no me sale mejor. Encierra mucho este texto. Genial.
ResponderEliminarTiene un poco de lo que dices, sí. Las ansias de partir hacia lo desconocido, del precio que ello conlleva (el desarraigo, el dejar los apegos); pero también un poquito del que llega buscando aquello que alguna vez dejó.
EliminarGracias, Miguelángel. Un abrazo.
Cuando las caracolas marinas que me mandaban mis amigos acabaron decorando la jabonera de mi cuarto de baño, comprendí que tenía que conocer el mar: ¿por qué tardé tanto? Da igual, valió la pena.
ResponderEliminarSara, no cambies las conchas por nada.
Enhorabuena por el relato, tan lírico y tan necesario.
Juan M.
Gracias, Juan Manuel. A veces hace falta cambiar lo conocido por lo nuevo. O si no nos toca viajar con una valija muy llena :-)
EliminarUn abrazo.
Un día me di cuenta de que las caracolas que tenía en la jabonera del lavabo eran obsequios de otras personas... Decidí ver el mar, que me quedaba lejos, pero lo tuve que posponer. La primera vez que vi el mar fue desde el tren, y la segunda desde un avión. Pero cuando metí los pies en él nada pudo detenerme y le arranqué tantas caracolas que ahora me busca...
ResponderEliminarSe hace necesario, Sara, que alguien nos hable del mar. Me ha desvelado tu relato.
Un saludo estepario
Juan M