El que está sentado a mi derecha lleva tiempo mirándome.
Lo sé porque me arde la mejilla y me palpita la oreja. Los cuchicheos de la
gente indican que llama mucho la atención. Antes, cuando me acerqué a la barra
para pedir este imbebible café pastoso, me choqué con él. Me extrañó el tejido
áspero y acartonado de sus ropas, que desprendían ese olor a alcanfor tan característico
de lo largamente guardado. Quizás lleva puesto un traje antiguo, o uno de esos
atuendos estrafalarios que usan en la ópera. O tal vez un disfraz, como el que
guardaba el tío Bill en el arcón de la buhardilla desde su época de clown, y
que el bellaco de Jimmy se ponía las noches que me quedaba a dormir en su casa.
Sabía de mi terror por los payasos. Recuerdo la última vez que lo vi: la tela
larga de rombos, los volantes almidonados del cuello y ese sombrerito ridículo
que le caía sobre la cara blanqueada, que ya no era la de mi primo, sino una
máscara con las cuencas vacías, que venía hacia mí exigiendo llenarlas.
Mientras
remuevo el café, me siento observado por mis propios ojos.
Me ha encantado. Esos ojos que te miran, tal vez sean los del payaso que habita en ti
ResponderEliminarUn beso
Uf!! A mí, como al protagonista, me dan repelús los payasos.
ResponderEliminarUn beso.