Una jaula de oro atrapó sus deseos. Al principio ellos se revelaron pugnando por salir (eran tantos y tan grandes que apenas cabían allí confinados), pero con el tiempo terminaron aplacándose, acostumbrándose a la seguridad de esos barrotes dorados, desvaneciéndose hasta hacerse casi insignificantes; meros suspiros de ilusión. Un día, mientras paseaba por el campo, los pájaros revoloteando entre los árboles le recordaron que era libre, y que la jaula que encerraba sus deseos siempre estuvo abierta.
Recordó que era libre, algo que olvidó al nacer.
ResponderEliminarBonito cuento.
Besos, Sara.
Gracias, Torcuato, por leerme y comentar.
ResponderEliminarUn beso.
Así le pasa a mucha gente que se pasa la vida detrás del dinero. Sabe que la vida es algo más pero se le olvida.
ResponderEliminarEs eso, Manuel, nos olvidamos que la vida es algo más. Y cada uno de nosotros tiene su propia jaula de oro (dinero, trabajo, nuestros apegos...)
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Un saludo.