Cómicamente da saltitos alternando los pies mientras hace pedorretas con su boca sonriente. El niño lo observa con semblante serio. El hombre siente que hace el tonto y continúa su actuación con torpeza y vergüenza. Choca una y otra vez con las mismas cosas; tropieza e intenta asirse al aire, pero al no encontrar resistencia da manotazos y patadas para no caerse; al fin se enreda con sus propios pies y resbala. El niño, extasiado, ríe a carcajadas. Entonces el hombre, satisfecho, se pinta una sonrisa y se convierte en payaso.
Me encantó... así nacieron los payasos, sin duda.
ResponderEliminarPerdón, lo dije mal:
así nacimos los payasos, sin duda.
Besos, me quedo por aquí.
Se necesitan dos polos eléctricos para provocar una chispa. Un payaso no es nada sin la sonrisa de un niño. Se podía haber escogido de protagonista al niño y hacer girar en torno a él las bufonadas y la aventura, como un tiovivo de imprevistos...pero al elegir mirar el mundo desde la sonrisa del hombre, el acontecimiento narrativo se multiplica espontáneamente al infinito.
ResponderEliminarHola Acapu, bienvenido a mi blog. Me alegra que te haya gustado mi versión del origen de los payasos, y más, si eres un payaso.
ResponderEliminarTienes razón, Amigo mortal, si ya es un bello suceso la sonrisa de un niño, más lo es cuando un adulto sonríe volviéndose otra vez niño.
Abrazos para ambos.
La sonrisa de un solo niño compensa por toda una vida de payaso. Oficio que ha de tomarse en serio porque un niño que sonríe será un adulto que ame la paz.
ResponderEliminarTierno y bello micro, Sara.
Besos
Gracias, Patricia, por tu comentario. Coincido en que hay que tomarse en serio la alegría de un niño, es fundamental.
ResponderEliminarBesos también para ti.
Los niños son críticos exigentes.
ResponderEliminarBesos.
Son críticos exigentes, Torcuato. Por ello nos ayudan a crecer, a sacar lo mejor de nosotros (esto es recíproco, claro).
ResponderEliminarAbrazos.