
Apenas puede andar. Un tajo sangrante en la pierna le impide
seguir adelante, pero se arrastra igual por esa continua sucesión de pasillos y puertas que no lo
lleva a ninguna parte. Intenta leer los letreros indicativos, pero están ilegibles,
como si alguien, de tanto frotar, los hubiese borrado. Tampoco hay nadie que
salga en su auxilio y se pregunta adónde han ido todos esa noche en el hospital.
Está solo. O eso supone, porque cuando
decide regresar por donde vino siguiendo el rastro que su propia sangre ha
dejado en el suelo, solo ve baldosas blancas, tan asépticas que le devuelven su
reflejo. Observa que su herida está limpia y desinfectada. También sus zapatos
y sus ropas van recobrando su brillo original. Le rechinan los dientes
como después de un cepillado y comienza a sentir escozor en la piel y en el
pelo, signos de un restregado intenso con esponja y jabón. Desconcertado
comprueba que está desapareciendo y entonces piensa que algo no está bien en
ese maldito hospital, porque nada allí encaja. Eso mismo piensa el celador.